viernes, 22 de febrero de 2013

Ensayo 1

 

Friday, February 22, 2013

Hablando de renuncias...



Hablar de renuncias podría ser un tema interminable. Sobre todo porque cada decisión, hasta las más insignificantes, llevan implícita una renuncia. No hablaré en esta ocasión de las renuncias importantes que he tenido que hacer en mi vida. Como dice la canción ya lo pasado, pasado. Pero me gustaría retomar dos renuncias que he tenido que hacer, no por ser importantes, sino porque me han robando un tiempo considerable a pesar de que son realmente estúpidas y vanas. Por lo mismo me han hecho cuestionarme acerca del porqué he puesto especial interés en algo tan irrelevante.
    La primera fue hace muchos años, tal vez diez. Había visto una bolsa Burberry, de esas de cuadros llamativas y por alguna razón pensé en tener una. En la primera oportunidad que tuve de ir a la Ciudad de México,  fui al Palacio de Hierro, elegí mi bolsa con detenimiento y esa misma noche me fui a tomar un café con una amiga y la estrené. La coloqué en la silla junto a mí y de reojo la estuve observando.  Con sus enormes cuadros rojos, y negros, y un letrero inmenso con su marca. Al salir del café, me observaba a mí misma con aquella bolsa que gritaba su precio, y que de pronto me hacía sentir parte de una élite a la cual no estaba segura de querer pertenecer.  Aquella noche la estúpida bolsa me quitó el sueño y me obligó a regresar a primera hora del día (lo que implicaba retrasar mis citas de trabajo) a la tienda a hacer la devolución. Qué liberada me sentí al salir de la tienda sin mi bolsa de cuadros, que había cambiado por una bolsa negra de piel cuya marca era imperceptible y el precio insospechable. 
    Diez años después nuevamente me he sentido atrapada en las garras de la mercadotecnia y seducida por una de las imágenes prefabricadas que vende.  El detonador fue una mala ecuación:  una ciudad gobernada por políticos corruptos que no dan mantenimiento al asfalto y cuyo drenaje es deficiente; las lluvias abundantes propias de la geografía que provocan graves inundaciones;  un cambio de domicilio a una zona que no tiene calles pavimentadas; un automóvil francés poco adecuado para el terreno. Todo esto dio como resultado un cambio forzoso de vehículo. La primera opción fue tentadora: un Jeep 5 puertas, amplio, y propio para el terreno.  No tenía, como mi anterior coche, quemacocos, ni seguros y vidrios eléctricos, ni los controles de la música en el volante pero me encantó verme como una chica intrépida en medio de la selva, así que compré la idea y me hice del disfraz.  Era feliz en él, me sentía rejuvenecida, fresca, atractiva,  pero todo esto se venía abajo cuando llegaba a un Valet Parking y me preguntaban si era mía la “camioneta gris”. Eso derrumbaba todo lo que yo había idealizado, y me sentía una señora gorda y aburrida llena de niños, por lo que decidí que esa imagen la daba el tamaño del vehículo y tenía que cambiarlo inmediatamente por uno tres puertas más pequeño, más alto, de velocidades y sin cajuela.   
    Nuevamente fui feliz inmersa en aquella fantasía, envuelta en mi sueño aventurero que brincaba como un caballo a trote por la terracería, hasta que llegue a mi realidad y tuve que recoger a los niños de la escuela,  mover el durísimo respaldo de asiento para que pasaran a la parte trasera, cargar a cada niño porque no alcanzaban a dar el paso para trepar, llevar la guitarra, las mochilas, la laptop y demás triques en el asiento delantero, estorbando la palanca de velocidades. El perro, que aunque es un Chihuahua acostumbra ir sentado en mis piernas y yo que tenía que ir con el asiento hasta adelante para poder pisar a fondo el clutch aplastaba al animal entre mi abdomen y el volante. A todo esto se sumaban los treinta y seis grados que se sienten como cuarenta y cinco a las dos de la tarde en el Caribe. Mi mal humor empezaba a convertirme no precisamente en una  sexy exploradora, sino en un orangután furioso e incómodo capaz de estrangular a cualquiera que se le cruce enfrente.
    Aquella ilusión no duró más de tres meses. Antes de convertirme en la asesina de mi perro y mi hija,  renuncie a aquel sueño estúpido y  fui una señora flaca y feliz en una camioneta automática de cualquier marca pero con una gran cajuela, amplios asientos, 5 puertas, seguros  y vidrios eléctricos.  

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