Indigestión Molecular
Mariel Turrent
No sé qué
hora es ni quiero averiguar. Yo debería estar durmiendo. Está oscuro y llevo
varias horas discutiendo con mi estómago. Ya le pedí perdón y aceptó mis
disculpas, pero se me fue el sueño.
El
daño empezó como a las ocho de la noche. La realeza culinaria (Gómez-Luna,
Méndez, Cracco, Aduriz, Bachour y Montiel) se reunió para homenajear a su rey Ferran
Adrià y, por azares del destino, ahí estaba yo entre toda la corte de la
gastronomía y los pregoneros que en tiempo real hacían de cada platillo una
experiencia virtual.
No
los voy a aburrir desmenuzando el menú de siete tiempos. Bastará con decirles
que inició con una Margarita Floral acompañada de Huevito sikil pac: canicas de
margarita con un gusto horrible. Supongo que, en un intento por educar mi
paladar, estúpidamente ¡me comí tres!: las dos que me correspondían y la que
rechazó mi hija. Luego probé el huevito que parecía de codorniz, cuyo sabor me
confundió. No sé decir a qué, pero sabía muy fuerte (y antes de que Miguel me
regañe por la ambigüedad del adjetivo aclaro: amoniaco y especias). Eso es la cocina
molecular: un engaño a la razón, una broma a los sentidos, una ensalada cesar
que parece un helado de vainilla sobre una salsa de tomate verde y no sabe a
nada de lo probado anteriormente. Para acabarla de amolar, yo, que jamás bebo,
probé todo el alcohol que me sirvieron pensando que mejoraría mi experiencia. No
fue así.
No
sé qué hora es ni quiero averiguar. Aviento la almohada que es demasiado alta y
dura (odio las almohadas altas y duras) y empiezo a pensar en algo hermoso a
ver si así concilio el sueño: para resarcir el daño hecho a mi querido estómago,
mañana después de mi jugo verde, haré una excepción y no desayunaré yogurt con
frutos rojos y granola, me comeré una quesadilla de flor de calabaza y un sope
de chicharrón prensado. Cocina de origen. Nada supera el delicado sabor de la
garnacha.
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