Punctum
Tengo
un pequeño retrato de una niña de tres años con una peluca corta, rubia platino,
un babydoll lima a manera de vestido largo y guantes. De su brazo cuelga
la cadenita de un elegante bolso pequeño. Mira a la cámara con la cabeza
ligeramente ladeada como si estuviera a punto de asistir a una gala. El breve
camisón lo debe de haber tomado al pie de la cama de sus padres y la peluca y
la bolsita del tocador. Su padre se habrá despertado y al verla mirándose al
espejo buscó su Kodak Retina, la sacó de su estuche de piel café y eternizó el
momento. La madre entre las sábanas habrá esbozado una leve sonrisa antes de
volver a cerrar los ojos. Los colores son amables, como la expresión de la niña
que posa para agradar al fotógrafo como lo hizo su madre la noche anterior.
Las fotografías en blanco y negro del
salón de primaria, tomadas unos años después por la misma niña con su Kodak Instamatic
X-15 y un flash de cubito, son más bien grises. No se ven los decorados
de los pupitres de madera con la tapa inclinada de Formica, realizados con la
punta del compás, ni los Cazares* con Miguelito escondidos dentro; no se
escuchan las risas y el cuchicheo. Solo hay uniformes monocromáticos, caras cuyos
nombres no recuerdo y la Miss Noemí, en los mismos tonos poniendo orden con
gesto enérgico.
Leí de Mark Strand que muchas veces la
volatilidad de nuestras necesidades y expectativas altera lo que vemos,
transformando las imágenes de nuestros seres queridos en motivo para la
ensoñación. ¿Cómo recordaría el patio de la escuela si no conservara la foto,
tomada con mi Kodak Ektra de flash electrónico, en la que Paty y yo aparecemos
abrazadas en la misma pose en la que seguimos apareciendo, después de casi cincuenta
años de amistad, en quién sabe cuántos dispositivos diferentes? ¿Recordaría las
gradas al fondo con la misma nitidez y la cooperativa oculta bajo la escalera del
edificio a la izquierda?, ¿las canchas de basquetbol y volibol separadas por un
macetón en el que nos sentábamos en el recreo a comer nuestro sándwich las aburridas,
que no jugábamos?
La Canon A-1 de mi padre capturó las
escenas más brillantes. Los festivales escolares donde aparezco vestida de
princesa, de tirolesa y de muñeco de trapo. Las vacaciones familiares en Puerto
Vallarta, gracias a las cuales aún puedo verme junto a mis primos jugando entre
las rocas donde reventaban las olas, o disfrazados representando una obra que
yo escribí, y hasta a los adultos también haciendo un show para no
quedarse atrás. La obra de teatro que escribí y representamos Paty, mi hermano
y mis primos en la asociación de colonos frente a un público que desconozco.
El mismo lente tomó desde lo alto una
foto del desayuno dominical en el jardín de la casa de Echegaray, mi hermano y yo
en pijama contrastamos con el pasto verde, el amarillo del jugo de naranja
recién exprimido y los platos negro y blanco de las enfrijoladas recién hechas
en el comal por María antes de irse a pasear con Carmen a Tacuba. La debe haber
tomado mi padre en pijama morada al terminar su desayuno de la ventana de la
sala de televisión en el primer piso.
Tengo dos instantáneas de una Polaroid:
en una aparezco con mi hermano y Clouseau, el French Puddle; yo llevo un
sombrero antiguo de mi colección y los lentes oscuros cuadrados blancos que mi
madre usaba en los sesenta y me regaló para jugar, el perro gris también trae
lentes y mi hermano finge cantar con su saco de lana gris y la boina que mi padre
usaba cuando le quitaba el capote a su Mustang rojo 1966 y nos llevaba a pasear.
La otra la tomó Sergio, mi primo segundo, y en ella estoy yo sola despidiéndome
de la infancia. Veo mi pelo largo y lacio y recuerdo cómo lo solté con coquetearía
deseando que el fotógrafo lo admirara. Roland Barthes denominó punctum a
ese detalle que posee una fotografía que pincha e inocula en quien la observa
una reconsideración emocional de lo que ha visto.
Me pregunto cuándo me sobrepasó el explosivo
desarrollo tecnológico. Apenas pude darme cuenta de las desventajas digitales y
la baja calidad de sus impresiones, cuando la obsolescencia ya había borrado de
mi memoria emotiva los detalles de escenas capturadas en alta definición. No sé
qué se llevó, pero al menos conservo mi infancia.
*Los Cazares son la fritura de maíz enchilada que comían todos los niños en esa época en la Ciudad de México durante el recreo, los vendían en las tienditas, cafeterías y tiendas cooperativas de las escuelas al igual que el chile marca Miguelito cuya presentación aún se vende en polvo o líquido. Lo mejor era combinar ambos con la fritura. En la cafetería de la Academia Maddox, donde yo estudiaba, también había salsa verde preparada al momento. Los Cazares con salsa verde también son una delicia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario