jueves, 20 de abril de 2023

Cuento 2


 Juegos Fatuos

Mariel Turrent y Fernando Martí


I Ella

Sales de prisa, con el corazón exaltado. Crees haber olvidado algo, y aunque te sobra tiempo no regresas. Esta vez no permitirás que cuando llegues se haya ido. Tampoco quieres que espere.

Llevas una opresión en el vientre, pero no te molesta, te fascina experimentarla nuevamente. Por eso tanta premura abriéndote paso entre la gente sin mirar, cruzando calles con atención instintiva, pues traes la mente ocupada imaginando cosas del futuro. Se cruza en el camino una escalera, olvidas no pasar por abajo. Menos mal que no te diste cuenta, tu superstición te habría acompañado el resto del día.

Ya ves a distancia la puerta, deseas volar y traspasarla, encontrar aun las mesas vacías de su presencia. Entras. Todo está como habías previsto. No ha llegado. Tienes unos minutos para entrar al baño, permitir a tu pulso acelerado bajar la marcha.

 

II Él

Entras, puntual como nunca. Temes que la formalidad descubra tu impaciencia, pero la zozobra es inútil: no ha llegado.

Tendrás que aceptar esa moneda falsa que es la espera.

Nunca te ha gustado esperar. Lo sabes: quien espera es víctima perfecta de sí mismo. Lo notas: todo rostro que espera está especulando sobre la ausencia ajena. Lo proyectas: la lástima de los testigos (casi siempre meseros) es demoledora.

Quien espera, puntualmente desespera. (Penélope debió odiar a Ulises los 3 650 días.)

Pero esta espera es fugaz: aparece de pronto, por atrás de tu mesa, sin relación con la puerta de acceso, y te saluda con un ah ya llegaste, que a las claras transmite su contrariedad. Piensas seguir el juego, claro que ya llegué, en eso habíamos quedado, pero te conformas con mirar, con seguir sus mohines de adolescente, con reconocer sus formas, con dejar que nazca el deseo.

Táctica deliciosa, pero inútil: después de lo que vas a decirle, la contrariedad dejará paso a la furia.

 

III Ella

Te sientas lejana y en pocos minutos su personalidad te involucra. Te envuelve. Y te pierdes en su espesa selva que te arrastra sin saber a dónde. Tu mente se apaga. No sabes que quieres ni porque estás ahí, pero tus sentidos todos vibran. Observas con antojo cada movimiento, vuelas en la música que pinta su sombra y en lo tenue que suena su imagen cuando enciende el puro.

De pronto empieza a hablar. Tu estómago pronostica con un espasmo algo que tal vez vienes arrastrando desde que pasaste por debajo de la escalera. (¡Porque lo hiciste!) Piensas que habría sido mejor no provocar este encuentro, pero ya estás ahí, descubriendo algo que no buscabas. Perdiendo la razón, ebria de su presencia.

 

IV Él

Escuchas, lejano como siempre. Tienes la grosera vocación del vigía: vigilas. Escudriñas los gestos, mides las actitudes, calculas los acentos. Artesano del artificio, dejas que los demás hablen de su tema preferido:

 (yo creo, yo siento, yo sé…)

Apenas necesitan aliento, apenas requieren interés: aceptan mostrar el alma con tal de escuchar su propia voz.

Pero tú sabes que mienten. Quien confiesa, trata de cubrir su esencia con razones (quien habla, engaña). No hay maldad en ello, no hay hipocresía: las criaturas tristes como los hombres tienen una opinión generosa de sí mismas.

(soy astuto, dice el tramposo; soy bueno, opina el cobarde; preveo el futuro, sostiene el mezquino…)

Mira a esta mujer cuya presencia te abruma: insinúa que no cabes en su vida. Sugiere esperar (como si eso fuera posible), propone compartir (como si eso tuviera sentido), incluso se anima a hablar de amor, a recordarte poesías.

Decides atacar de frente: me recuerdas un recuerdo: no encuentro en ti nada que no sepa, no siento contigo algo que ignore, no quiero ser ni tu alegría ni tu tristeza, lo único cierto es el vacío. Unos ojos azorados confirman que generaste una curiosidad incontenible.

Puedes decir más, pero te callas…

(quien calla, engaña).

Enciendes un puro, paladeas el vino, disfrutas su desconcierto, dejas que fluya el encanto, te reconoces en la máscara ajena, vuelves a jugar al amor.

Palabras, promesas gratuitas, una convocatoria a la complicidad, mero deseo carnal…

(soy honesto, dice el seductor…).

 

V Ella

Crees que sus palabras deshacen el embrujo. La mujer que anhelabas ser desaparece y te sientes una niña estúpida: “La dueña del vacío”. Sospechas, pero prefieres dudar ingenuamente. Te incomoda la lucha entre voluntad y deseo, pero te rehúsas a ponerle fin a tu fantasía. Finalmente aceptas lo que él antes te había afirmado: son realmente distantes y distintos. Y como en cualquier historia barata, solo quiere tu carne. Tus prejuicios te impiden aceptar que quieres dejarte seducir por este hombre que podría ser tu padre. Y tratas de convencerte de que esa piel ya madura no merece tu frescura, que sus aires de conquistador no te mueven un pelo y más bien te sientes incomoda y quieres huir. (Cree que se las sabe todas). Pero al levantarte de la mesa, él no se mueve. Se queda frío. Como si aburrido diera permiso a la niña tonta a dejarlo solo. Y en el fondo tú quieres demostrarle que eres una mujer. Te acercas a su oído y dejas que tu lengua lo penetre. Después sales de prisa, con el corazón exaltado y una opresión en el vientre que te fascina.

 

 

(Primer lugar en el concurso de cuento corto de la Casa de la Cultura de Cancún 1999 en coautoría con F. Martí)

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