La duda
Mariel Turrent
I
Indecisión
Después de varios meses, le haces la misma
pregunta. Esperas que tantos besos, tantas caricias hayan significado algo.
Pero una vez más, elude la cuestión, hasta que finalmente enfrenta ese desafío
silencioso con el que lo apuñalas como un matador: no lo sé, no lo sé, no lo
sé, te contesta. Piensas que deberías terminar, salir del tiovivo lo más rápido
posible, concluir todo esto que se traduce como: "No eres la única mujer
en la tierra, y si lo fueras, posiblemente de todas maneras querría estar solo;
no lo sé ". Actúas como si no importara, como si tú misma hubieras escrito
esa desafortunada escena y pudieras borrarla; pero no puedes borrar la herida porque
no solo te duele, te indigna. Aun así, crees estar segura de que, aunque no sea
el único hombre en la tierra, lo quieres más que a cualquier otro y aguantas.
Ha pasado mucho tiempo en tu calendario, pero él
piensa que esto es apenas el comienzo. No te gusta la mujer que ves en el
espejo y decides terminarlo, tomar la decisión que él ha estado evitando. Cada
vez encuentras más y más razones para hacerlo y, finalmente, cuando llega el
momento, cuando el último minuto se fragmenta en los segundos que lo componen,
recuerdas el fracaso de aquellos que se dan por vencidos demasiado pronto.
Piensas en tu propia falta de compromiso, en la falta de persistencia que te ha
impedido construir algo. Escuchas esas voces internas que te dicen: “Siempre
huyes”, “Cuando ves algo difícil escapas” y crees estar a punto de hacerlo de
nuevo. Los últimos segundos pasan. Buscas más y más razones alargando ese
último minuto. No quieres huir, pero tampoco quieres conformarte. Confundida
por el conjunto de conceptos que no puedes desentrañar: flexible, sumisa,
persistente, desesperada, tenaz, terca, insegura… callas. ¿Tus miedos te
protegen del compromiso? ¿O es el compromiso la jaula que, justificadamente, te
contiene? ¿Quién eres tú? Corres hacia
el espejo: la imagen borrosa que no puedes enfocar te mira fijamente.
II Decisión
Por más que tensas la relación. Ella sigue
luchando. Como un quijote que viaja en un mundo equivocado, defiende sus
ideales. Has intentado todo para que sea ella quien tome la decisión, pero en
su mirada ves que te sigue soñando como su Dulcineo, y trata de salvar el
futuro que contigo ha imaginado.
No aguantas más. La luz que algún día viste en ella
ahora es causante de tus más oscuras sombras. Empiezas cobardemente, diciéndole
que la amas. Tu actuación tan perfecta hasta te hace sentirlo, y un par de lágrimas
se te escapan cuando, con mil justificaciones, tratas de hacerle entender que
la única solución por el momento es separarse.
Ella siente el frío recorrer su cuerpo. En
realidad, no se sorprende. Ya había visto el cubo de agua a punto de
desbordarse sobre su cabeza, y hasta la ha refrescado del infierno en el que
residía. Le ha quitado el bochorno y le ha aclarado la mente. Si está
paralizada, es porque no sabe cuál es su mejor respuesta. Está pensando,
hurgando entre los mil cajones de frases que ha tejido para momentos como este.
Pero parece que se ha quedado ciega y de tanta luz no ve nada. Su mente es como
una licuadora que revuelve palabras buscando la respuesta.
Es entonces cuando te ve tal cual eres. Y
sorprendida se da cuenta de cuán lejos está de ti. No te reconoce. Por mucho
que argumente, nada entenderías. Ya no puedes escucharla. Por eso no dice nada
y sin objeciones te deja ir.
No, no te sorprendas. No te ha llorado. Ella se
mira nuevamente al espejo y siente cómo los mismísimos ángeles le desprenden el
lastre de tu amenaza: ya no te irás; ya te has ido. Respira hondo y exhala
mucho más ligera. La figura vacilante e imprecisa que se reflejaba antes —cuando
vivía contigo—, empieza a delinearse y al ver su rostro lo descubre hermoso,
iluminado y lejos de tu penumbra.
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