lunes, 24 de abril de 2023

Ensayo 4

 

Holbox

Mariel Turrent

 

 

Sin importar de dónde venga el viajero, solo hay un camino: una vereda de cuarenta y cuatro kilómetros casi despoblados antes de embarcarse para llegar a ella.

 A veces virgen y a veces puta, prisionera del agua; inaccesible, ignota, enclavada en la reserva de Yum Balam, desde el mar los va hechizando.

 Una alcaldía infecciosa y un templo, un parque de concreto, bares, tiendas, hoteles, restaurantes, mercados, un aeropuerto para cinco aviones de un motor, un refugio de perros huérfanos que anhelan volar.

 Hecha de todo y de nada, va tapando los despojos humanos, la chatarra que la invade, con vestidos nuevos, regalo que sus amantes le traen de tierras lejanas. A pesar de las cirugías plásticas que los foráneos le han ido haciendo para hermosear sus cicatrices, o para tener un respiradero donde tomar una bocanada de aire primermundista en su remota atmósfera, tiene las arterias expuestas y salpica con su sangre lechosa el paso de los transeúntes. A ella acuden los que se creen libres porque solo en su confinamiento entienden la libertad, pero al bajar el sol sus hijos diminutos, primitivos, los que nacieron en ella, devoran a los intrusos pretendiendo defenderla.

 Joven y vieja, sometida por el tiempo: iluminados, esotéricos y viciosos la recorren embriagados por su dualidad. Lunar de un esbelto cuerpo verde, agujero negro* en el que seducidos se adentran los incautos para mirar la incandescencia de su plancton y olvidar mientras ella alza la voz, reclama o susurra con frases e imágenes coloridas que le han tatuado.

 Sirena varada fuera del mundo, ajena a él, ataviada con los sueños de quienes han pasado las noches con ella bajo las constelaciones, escuchando sus latidos y aspirando el aroma a algas de su sexo. Una pequeña prisión a la que corren a esconderse los que se buscan.

 

*Holbox en maya: hoyo negro, agujero negro.

De mi estancia con Luis Miguel, Emilia y Miranda octubre 2022.

jueves, 20 de abril de 2023

Cuento 2


 Juegos Fatuos

Mariel Turrent y Fernando Martí


I Ella

Sales de prisa, con el corazón exaltado. Crees haber olvidado algo, y aunque te sobra tiempo no regresas. Esta vez no permitirás que cuando llegues se haya ido. Tampoco quieres que espere.

Llevas una opresión en el vientre, pero no te molesta, te fascina experimentarla nuevamente. Por eso tanta premura abriéndote paso entre la gente sin mirar, cruzando calles con atención instintiva, pues traes la mente ocupada imaginando cosas del futuro. Se cruza en el camino una escalera, olvidas no pasar por abajo. Menos mal que no te diste cuenta, tu superstición te habría acompañado el resto del día.

Ya ves a distancia la puerta, deseas volar y traspasarla, encontrar aun las mesas vacías de su presencia. Entras. Todo está como habías previsto. No ha llegado. Tienes unos minutos para entrar al baño, permitir a tu pulso acelerado bajar la marcha.

 

II Él

Entras, puntual como nunca. Temes que la formalidad descubra tu impaciencia, pero la zozobra es inútil: no ha llegado.

Tendrás que aceptar esa moneda falsa que es la espera.

Nunca te ha gustado esperar. Lo sabes: quien espera es víctima perfecta de sí mismo. Lo notas: todo rostro que espera está especulando sobre la ausencia ajena. Lo proyectas: la lástima de los testigos (casi siempre meseros) es demoledora.

Quien espera, puntualmente desespera. (Penélope debió odiar a Ulises los 3 650 días.)

Pero esta espera es fugaz: aparece de pronto, por atrás de tu mesa, sin relación con la puerta de acceso, y te saluda con un ah ya llegaste, que a las claras transmite su contrariedad. Piensas seguir el juego, claro que ya llegué, en eso habíamos quedado, pero te conformas con mirar, con seguir sus mohines de adolescente, con reconocer sus formas, con dejar que nazca el deseo.

Táctica deliciosa, pero inútil: después de lo que vas a decirle, la contrariedad dejará paso a la furia.

 

III Ella

Te sientas lejana y en pocos minutos su personalidad te involucra. Te envuelve. Y te pierdes en su espesa selva que te arrastra sin saber a dónde. Tu mente se apaga. No sabes que quieres ni porque estás ahí, pero tus sentidos todos vibran. Observas con antojo cada movimiento, vuelas en la música que pinta su sombra y en lo tenue que suena su imagen cuando enciende el puro.

De pronto empieza a hablar. Tu estómago pronostica con un espasmo algo que tal vez vienes arrastrando desde que pasaste por debajo de la escalera. (¡Porque lo hiciste!) Piensas que habría sido mejor no provocar este encuentro, pero ya estás ahí, descubriendo algo que no buscabas. Perdiendo la razón, ebria de su presencia.

 

IV Él

Escuchas, lejano como siempre. Tienes la grosera vocación del vigía: vigilas. Escudriñas los gestos, mides las actitudes, calculas los acentos. Artesano del artificio, dejas que los demás hablen de su tema preferido:

 (yo creo, yo siento, yo sé…)

Apenas necesitan aliento, apenas requieren interés: aceptan mostrar el alma con tal de escuchar su propia voz.

Pero tú sabes que mienten. Quien confiesa, trata de cubrir su esencia con razones (quien habla, engaña). No hay maldad en ello, no hay hipocresía: las criaturas tristes como los hombres tienen una opinión generosa de sí mismas.

(soy astuto, dice el tramposo; soy bueno, opina el cobarde; preveo el futuro, sostiene el mezquino…)

Mira a esta mujer cuya presencia te abruma: insinúa que no cabes en su vida. Sugiere esperar (como si eso fuera posible), propone compartir (como si eso tuviera sentido), incluso se anima a hablar de amor, a recordarte poesías.

Decides atacar de frente: me recuerdas un recuerdo: no encuentro en ti nada que no sepa, no siento contigo algo que ignore, no quiero ser ni tu alegría ni tu tristeza, lo único cierto es el vacío. Unos ojos azorados confirman que generaste una curiosidad incontenible.

Puedes decir más, pero te callas…

(quien calla, engaña).

Enciendes un puro, paladeas el vino, disfrutas su desconcierto, dejas que fluya el encanto, te reconoces en la máscara ajena, vuelves a jugar al amor.

Palabras, promesas gratuitas, una convocatoria a la complicidad, mero deseo carnal…

(soy honesto, dice el seductor…).

 

V Ella

Crees que sus palabras deshacen el embrujo. La mujer que anhelabas ser desaparece y te sientes una niña estúpida: “La dueña del vacío”. Sospechas, pero prefieres dudar ingenuamente. Te incomoda la lucha entre voluntad y deseo, pero te rehúsas a ponerle fin a tu fantasía. Finalmente aceptas lo que él antes te había afirmado: son realmente distantes y distintos. Y como en cualquier historia barata, solo quiere tu carne. Tus prejuicios te impiden aceptar que quieres dejarte seducir por este hombre que podría ser tu padre. Y tratas de convencerte de que esa piel ya madura no merece tu frescura, que sus aires de conquistador no te mueven un pelo y más bien te sientes incomoda y quieres huir. (Cree que se las sabe todas). Pero al levantarte de la mesa, él no se mueve. Se queda frío. Como si aburrido diera permiso a la niña tonta a dejarlo solo. Y en el fondo tú quieres demostrarle que eres una mujer. Te acercas a su oído y dejas que tu lengua lo penetre. Después sales de prisa, con el corazón exaltado y una opresión en el vientre que te fascina.

 

 

(Primer lugar en el concurso de cuento corto de la Casa de la Cultura de Cancún 1999 en coautoría con F. Martí)

Cuento 3


 La duda

Mariel Turrent 


I   Indecisión

Después de varios meses, le haces la misma pregunta. Esperas que tantos besos, tantas caricias hayan significado algo. Pero una vez más, elude la cuestión, hasta que finalmente enfrenta ese desafío silencioso con el que lo apuñalas como un matador: no lo sé, no lo sé, no lo sé, te contesta. Piensas que deberías terminar, salir del tiovivo lo más rápido posible, concluir todo esto que se traduce como: "No eres la única mujer en la tierra, y si lo fueras, posiblemente de todas maneras querría estar solo; no lo sé ". Actúas como si no importara, como si tú misma hubieras escrito esa desafortunada escena y pudieras borrarla; pero no puedes borrar la herida porque no solo te duele, te indigna. Aun así, crees estar segura de que, aunque no sea el único hombre en la tierra, lo quieres más que a cualquier otro y aguantas.

 

Ha pasado mucho tiempo en tu calendario, pero él piensa que esto es apenas el comienzo. No te gusta la mujer que ves en el espejo y decides terminarlo, tomar la decisión que él ha estado evitando. Cada vez encuentras más y más razones para hacerlo y, finalmente, cuando llega el momento, cuando el último minuto se fragmenta en los segundos que lo componen, recuerdas el fracaso de aquellos que se dan por vencidos demasiado pronto. Piensas en tu propia falta de compromiso, en la falta de persistencia que te ha impedido construir algo. Escuchas esas voces internas que te dicen: “Siempre huyes”, “Cuando ves algo difícil escapas” y crees estar a punto de hacerlo de nuevo. Los últimos segundos pasan. Buscas más y más razones alargando ese último minuto. No quieres huir, pero tampoco quieres conformarte. Confundida por el conjunto de conceptos que no puedes desentrañar: flexible, sumisa, persistente, desesperada, tenaz, terca, insegura… callas. ¿Tus miedos te protegen del compromiso? ¿O es el compromiso la jaula que, justificadamente, te contiene? ¿Quién eres tú?  Corres hacia el espejo: la imagen borrosa que no puedes enfocar te mira fijamente.


 

II Decisión

Por más que tensas la relación. Ella sigue luchando. Como un quijote que viaja en un mundo equivocado, defiende sus ideales. Has intentado todo para que sea ella quien tome la decisión, pero en su mirada ves que te sigue soñando como su Dulcineo, y trata de salvar el futuro que contigo ha imaginado.

No aguantas más. La luz que algún día viste en ella ahora es causante de tus más oscuras sombras. Empiezas cobardemente, diciéndole que la amas. Tu actuación tan perfecta hasta te hace sentirlo, y un par de lágrimas se te escapan cuando, con mil justificaciones, tratas de hacerle entender que la única solución por el momento es separarse.

Ella siente el frío recorrer su cuerpo. En realidad, no se sorprende. Ya había visto el cubo de agua a punto de desbordarse sobre su cabeza, y hasta la ha refrescado del infierno en el que residía. Le ha quitado el bochorno y le ha aclarado la mente. Si está paralizada, es porque no sabe cuál es su mejor respuesta. Está pensando, hurgando entre los mil cajones de frases que ha tejido para momentos como este. Pero parece que se ha quedado ciega y de tanta luz no ve nada. Su mente es como una licuadora que revuelve palabras buscando la respuesta.

Es entonces cuando te ve tal cual eres. Y sorprendida se da cuenta de cuán lejos está de ti. No te reconoce. Por mucho que argumente, nada entenderías. Ya no puedes escucharla. Por eso no dice nada y sin objeciones te deja ir.

No, no te sorprendas. No te ha llorado. Ella se mira nuevamente al espejo y siente cómo los mismísimos ángeles le desprenden el lastre de tu amenaza: ya no te irás; ya te has ido. Respira hondo y exhala mucho más ligera. La figura vacilante e imprecisa que se reflejaba antes —cuando vivía contigo—, empieza a delinearse y al ver su rostro lo descubre hermoso, iluminado y lejos de tu penumbra.

No, no te sorprenda que no ha llorado, si está asustada es porque se da cuenta de que no le haces falta. 

Ensayo 5

  Mi viejo paisaje urbano Mariel Turrent   Crecí en la época en que los grandes cines y tiendas departamentales se imponían como refer...