Juegos Fatuos
Mariel Turrent y Fernando Martí
I Ella
Sales de
prisa, con el corazón exaltado. Crees haber olvidado algo, y aunque te sobra
tiempo no regresas. Esta vez no permitirás que cuando llegues se haya ido.
Tampoco quieres que espere.
Llevas una
opresión en el vientre, pero no te molesta, te fascina experimentarla
nuevamente. Por eso tanta premura abriéndote paso entre la gente sin mirar,
cruzando calles con atención instintiva, pues traes la mente ocupada imaginando
cosas del futuro. Se cruza en el camino una escalera, olvidas no pasar por
abajo. Menos mal que no te diste cuenta, tu superstición te habría acompañado
el resto del día.
Ya ves a
distancia la puerta, deseas volar y traspasarla, encontrar aun las mesas vacías
de su presencia. Entras. Todo está como habías previsto. No ha llegado. Tienes
unos minutos para entrar al baño, permitir a tu pulso acelerado bajar la
marcha.
II Él
Entras,
puntual como nunca. Temes que la formalidad descubra tu impaciencia, pero la
zozobra es inútil: no ha llegado.
Tendrás que
aceptar esa moneda falsa que es la espera.
Nunca te ha
gustado esperar. Lo sabes: quien espera es víctima perfecta de sí mismo. Lo
notas: todo rostro que espera está especulando sobre la ausencia ajena. Lo
proyectas: la lástima de los testigos (casi siempre meseros) es demoledora.
Quien espera,
puntualmente desespera. (Penélope debió odiar a Ulises los 3 650 días.)
Pero esta
espera es fugaz: aparece de pronto, por atrás de tu mesa, sin relación con la
puerta de acceso, y te saluda con un ah ya llegaste, que a las claras transmite
su contrariedad. Piensas seguir el juego, claro que ya llegué, en eso habíamos
quedado, pero te conformas con mirar, con seguir sus mohines de adolescente,
con reconocer sus formas, con dejar que nazca el deseo.
Táctica
deliciosa, pero inútil: después de lo que vas a decirle, la contrariedad dejará
paso a la furia.
III Ella
Te sientas
lejana y en pocos minutos su personalidad te involucra. Te envuelve. Y te
pierdes en su espesa selva que te arrastra sin saber a dónde. Tu mente se
apaga. No sabes que quieres ni porque estás ahí, pero tus sentidos todos
vibran. Observas con antojo cada movimiento, vuelas en la música que pinta su
sombra y en lo tenue que suena su imagen cuando enciende el puro.
De pronto
empieza a hablar. Tu estómago pronostica con un espasmo algo que tal vez vienes
arrastrando desde que pasaste por debajo de la escalera. (¡Porque lo hiciste!)
Piensas que habría sido mejor no provocar este encuentro, pero ya estás ahí,
descubriendo algo que no buscabas. Perdiendo la razón, ebria de su presencia.
IV Él
Escuchas,
lejano como siempre. Tienes la grosera vocación del vigía: vigilas. Escudriñas
los gestos, mides las actitudes, calculas los acentos. Artesano del artificio,
dejas que los demás hablen de su tema preferido:
(yo creo, yo siento, yo sé…)
Apenas
necesitan aliento, apenas requieren interés: aceptan mostrar el alma con tal de
escuchar su propia voz.
Pero tú sabes
que mienten. Quien confiesa, trata de cubrir su esencia con razones (quien
habla, engaña). No hay maldad en ello, no hay hipocresía: las criaturas tristes
como los hombres tienen una opinión generosa de sí mismas.
(soy astuto,
dice el tramposo; soy bueno, opina el cobarde; preveo el futuro, sostiene el
mezquino…)
Mira a esta
mujer cuya presencia te abruma: insinúa que no cabes en su vida. Sugiere
esperar (como si eso fuera posible), propone compartir (como si eso tuviera
sentido), incluso se anima a hablar de amor, a recordarte poesías.
Decides
atacar de frente: me recuerdas un recuerdo: no encuentro en ti nada que no
sepa, no siento contigo algo que ignore, no quiero ser ni tu alegría ni tu
tristeza, lo único cierto es el vacío. Unos ojos azorados confirman que
generaste una curiosidad incontenible.
Puedes decir
más, pero te callas…
(quien calla,
engaña).
Enciendes un
puro, paladeas el vino, disfrutas su desconcierto, dejas que fluya el encanto,
te reconoces en la máscara ajena, vuelves a jugar al amor.
Palabras,
promesas gratuitas, una convocatoria a la complicidad, mero deseo carnal…
(soy honesto,
dice el seductor…).
V Ella
Crees que sus
palabras deshacen el embrujo. La mujer que anhelabas ser desaparece y te
sientes una niña estúpida: “La dueña del vacío”. Sospechas, pero prefieres
dudar ingenuamente. Te incomoda la lucha entre voluntad y deseo, pero te
rehúsas a ponerle fin a tu fantasía. Finalmente aceptas lo que él antes te
había afirmado: son realmente distantes y distintos. Y como en cualquier
historia barata, solo quiere tu carne. Tus prejuicios te impiden aceptar que
quieres dejarte seducir por este hombre que podría ser tu padre. Y tratas de
convencerte de que esa piel ya madura no merece tu frescura, que sus aires de
conquistador no te mueven un pelo y más bien te sientes incomoda y quieres
huir. (Cree que se las sabe todas). Pero al levantarte de la mesa, él no se
mueve. Se queda frío. Como si aburrido diera permiso a la niña tonta a dejarlo
solo. Y en el fondo tú quieres demostrarle que eres una mujer. Te acercas a su
oído y dejas que tu lengua lo penetre. Después sales de prisa, con el corazón
exaltado y una opresión en el vientre que te fascina.
(Primer lugar
en el concurso de cuento corto de la Casa de la Cultura de Cancún 1999 en
coautoría con F. Martí)